Sombras en el mar
Dicen que este es el paraíso:
un mundo de agua bajo la tierra caliza.
El mar del azul más imposible.
La lengua dulce como corazón de fruta.
El aire que canta.
Llegan las visitas, pasan las mareas.
Olas que viajan y vuelven a sus fuentes.
La fauna entera se prepara
y abren la boca los pájaros,
los niños,
y los peces,
para recibir el pan de los viajeros.
Algo se ha podrido en las venas del olimpo.
La sangre no alimenta a todo el cuerpo.
Unos cuantos se tragan, enormes, los pedazos
y dejan caer minúsculas migajas.
Cuando pueden,
capturan hasta lo que escurre por los bordes.
A la tierra no le dan nada,
y a la gente le dicen “mayita” o “chapita”,
como si hablar en chiquito hiciera menos feroz ese desprecio.
Torrentes inmensos de personas
acuden cada día
a pizcar microscópicos retazos
de la bestial abundancia que se ordeña;
sirven los platos,
enrollan toallas
y vierten el almíbar y los besos.
No tocan jamás los esplendores
ni sumergen sus pies en las piscinas.
Sus rostros esconden hartazgo y amargura.
Sonríen cuando escuchan campanas y monedas.
Los niños del caribe,
los verdaderos,
a veces no aprenden a nadar
y crecen sin acariciar el océano.
Los gigantes, sin rubor y sin bochorno,
se cuelgan el cartel de la inversión
y juran que plantaron otra selva,
crearon más empleos
y son los inventores de la filantropía.
Pero el día a día los desmiente.
Lo único verde que promueven son billetes.
No hay favor sin comisiones o recargos.
No se endulza ni un milímetro el corazón de México.
El pastel putrefacto es un edén, dicen,
los que ya tienen mascado su pedazo.
Y lo venden tamizado como harina
para que no se sienta la sal de su tristeza.
¿Imaginas la desolación
y el infortunio
si el infierno no fuera transparente?
un mundo de agua bajo la tierra caliza.
El mar del azul más imposible.
La lengua dulce como corazón de fruta.
El aire que canta.
Llegan las visitas, pasan las mareas.
Olas que viajan y vuelven a sus fuentes.
La fauna entera se prepara
y abren la boca los pájaros,
los niños,
y los peces,
para recibir el pan de los viajeros.
Algo se ha podrido en las venas del olimpo.
La sangre no alimenta a todo el cuerpo.
Unos cuantos se tragan, enormes, los pedazos
y dejan caer minúsculas migajas.
Cuando pueden,
capturan hasta lo que escurre por los bordes.
A la tierra no le dan nada,
y a la gente le dicen “mayita” o “chapita”,
como si hablar en chiquito hiciera menos feroz ese desprecio.
Torrentes inmensos de personas
acuden cada día
a pizcar microscópicos retazos
de la bestial abundancia que se ordeña;
sirven los platos,
enrollan toallas
y vierten el almíbar y los besos.
No tocan jamás los esplendores
ni sumergen sus pies en las piscinas.
Sus rostros esconden hartazgo y amargura.
Sonríen cuando escuchan campanas y monedas.
Los niños del caribe,
los verdaderos,
a veces no aprenden a nadar
y crecen sin acariciar el océano.
Los gigantes, sin rubor y sin bochorno,
se cuelgan el cartel de la inversión
y juran que plantaron otra selva,
crearon más empleos
y son los inventores de la filantropía.
Pero el día a día los desmiente.
Lo único verde que promueven son billetes.
No hay favor sin comisiones o recargos.
No se endulza ni un milímetro el corazón de México.
El pastel putrefacto es un edén, dicen,
los que ya tienen mascado su pedazo.
Y lo venden tamizado como harina
para que no se sienta la sal de su tristeza.
¿Imaginas la desolación
y el infortunio
si el infierno no fuera transparente?